A las historias reales siempre hay que cambiarles algo para hacerlas creíbles, y más aún cuando tratan de fenómenos que modifican la raíz del pensamiento, eventos que parecen increíbles por el simple hecho de ser buenos. Así sucede con las historias que hablan de la gratitud, se ha perdido tanto la fe en la humanidad, que solo nos queda crear ficción.
La definición de la gratitud es: sentimiento que obliga a una persona a estimar el beneficio o favor que otra le ha hecho o ha querido hacer, y a corresponder de alguna manera. Considero que dicha obligación no debe existir, ¿porque debemos compeler a alguien a darnos las gracias? si el simple hecho que origina un gracias viene desde el desinterés.
Lo que procedo a contar está basado en hechos reales, pero para que me crean, lo he llevado a la ficción, los nombres han sido cambiados para proteger a la familia. Pero… ¿cuál familia merece la protección del anonimato? Tú, lector, lo decidirás.
La puerta de la casa número 43 de la calle Navidad permanecía abierta prácticamente las 24 horas del día. La casa no tenía escondites, pasadizos o cruces. Era simplemente un zaguán eterno con piso de mármol gris que había perdido la pulitura por tantos pies. La casa del 43 pertenecía a los Danken. El padre trabajaba como comerciante, manejaba camiones largos llenos de mercancía, la madre era costurera. Sus hijos, en total ocho, jugaban siempre desde el patio hasta el porche. Siempre felices de recibir a alguien. Aunque la casa era grande no había lujos
Una tarde, un joven llegó pidiendo un poco de pan, Nicasio es su nombre. La señora Danken le dio ese día, luego el siguiente, y el próximo, hasta que se convirtió en el resto de la vida, tomó un lugar al final del largo zaguán con una pequeña cama en la cual pernoctó para siempre, volviéndose así parte de la familia. Esta era una de las cosas que siempre hacían, aunque hubiese que echarle más agua a la sopa, los Danken daban sin pedir a cambio.
Los vecinos detestaban esta práctica. Decían que era inestable, que atraía a las personas incorrectas, culpaban a los Danken de dar el peor ejemplo, pues dejaban pasar a todo el que quisiera a su hogar. Quienes odiaban esta cualidad con más fervor eran los Elend, era la casa más lujosa de la calle, una quinta con paredes altas y árboles hermosos. La puerta era de un azul cobalto intenso, las perillas doradas hacían juego con el número 50 que se posaba encima. La señora Elend se tapaba la nariz cada vez que pasaba en frente de la casa Danken, sostenía y regaba el rumor de que la multitud de gente creaba un mal olor que llegaba hasta la acera de enfrente, por lo que quienes apoyaban la teoría preferían dar la vuelta a la manzana antes de que darle la cara a la casa número 43.
Una tarde, como muchas otras. La casa Danken estaba celebrando, siempre tienen una razón para hacerlo, había comida y bebida para todo el que quisiera acercarse. Los niños jugaban en el jardín, los padres sentados en el porche en sillas de mimbre, y Nicasio en una esquina veía todo con una sonrisa en la cara. En un momento, uno de los niños Elend se acercó hasta la puerta. Lo invitaron a quedarse, a jugar y comer bollitos rellenos de carne molida. Era la primera vez que lo veían reír.
Pasaron dos horas cuando la señora Elend hizo acto de presencia en el porche, usaba guantes blancos y un pañuelo con su nombre bordado con el que se tapaba la nariz. Gritó improperios desde la puerta, llamando al niño que no la había notado. El señor Danken se acercó.
—Pase, hay comida y bebida señora Elend
—No me hable. Hijo, vámonos.
Lo tomó de la oreja, el niño aún gritaba mientras caminaban en dirección a la entrada del número 50. Sus homólogos lo vieron irse, y en un rato volvieron a lo suyo y los Danken a su fiesta. Conversaron un rato con Nicasio, y notaron que nunca le habían preguntado que lo había traído aquella tarde a la calle Navidad.
—La verdad me da pena decirlo, pero el Don de la casa 50 me encargó matar a su mujer, y su hijo. Nunca pasé de aquí, de la 43, gracias a ustedes.
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